
Por desgracia, en ocasiones, el inicio de la vida se convierte en una negra paradoja y es también el final. La muerte de un hijo, es quizá, la situación más dura que una persona puede vivir.

No hay un criterio unánime en cuanto al periodo de tiempo que abarca el periodo perinatal. La OMS, por ejemplo, considera las pérdidas perinatales aquellas que suceden entre la semana 22 de gestación y los primeros siete días del recién nacido.
La Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia (SEGO) para una mejor conceptualización lo clasifican en:
- Muerte fetal: pudiendo ser temprana (o aborto), si ocurre antes de las 22 semanas de embarazo, intermedia, hasta las 28 semanas y tardía a partir de esta.
- Muerte neonatal: es la muerte del recién nacido en los primeros 28 días de vida.
Los psicólogos perinatales consideramos como pérdida perinatal aquella que sucede en cualquier momento desde la concepción hasta el primer año de vida del bebé. Se incluyen abortos espontáneos, abortos bioquímicos, interrupciones voluntarias del embarazo (sea cual sea la razón), muerte de un bebé en un embarazo gemelar, la disminución selectiva de embriones en embarazos múltiples, la muerte intraparto del bebé o la cesión de un/a niño/a en adopción.
Entre una 10 y un 15 % de los embarazos acaban en un aborto temprano y la mayoría de las mujeres vuelven a quedarse embarazadas en el año que sigue a la pérdida. La muerte de un hijo/a supone una crisis vital que es necesario integrar, pero la sociedad en la que vivimos actualmente ha modificado la vivencia de estas situaciones, tendiendo a invisibilizar este duelo gestacional y neonatal y a infravalorar el dolor de esos padres.
El duelo por un hijo, como cualquier otro duelo, necesita elaborarse y para ello es necesario tiempo y un buen acompañamiento. Los psicólogos perinatales damos sostén a todas las emociones que viven los padres tras el fallecimiento de su bebé, también acompañamos al resto de la familia si fuera necesario y sobre todo legitimamos el dolor de la pérdida. No elaborar el duelo, no permitirse hablar de la muerte o no tener apoyo social constituyen dos aspectos que pueden derivar en un duelo patológico, derivando en el deterioro de la calidad de vida de la persona.